TENDENCIAS
RECIENTES Y POLÍTICAS HACIA LAS MIGRACIONES CENTROAMERICANAS: UNA MIRADA DESDE EL NORTE.·
El presente texto constituye un ejercicio de síntesis del
comportamiento de la emigración internacional en Centroamérica en la época
contemporánea, así como un breve examen de las políticas adoptadas por los
países de la región para enfrentarlas. Por lo tanto, no se propone abundar en
detalles sobre la dinámica migratoria y sus características, ni tampoco en
medidas específicas caso por caso. Existen algunos intentos, aunque
relativamente escasos, con esa pretensión, pero sus resultados han sido
inevitablemente limitados. Un ejemplo de ello es nuestro propio trabajo
(Castillo y Palma, 1996; Castillo and Palma, 1999), el cual se elaboró a partir
de un modelo que permitiera un cierto grado de comparación con estudios
similares en otras latitudes.
Por la misma intención de presentar en esta oportunidad apenas un
trabajo resumen, tampoco me extenderé en detalles particulares sobre los
cambios experimentados en las políticas, país por país. Por el contrario,
pondré mayor énfasis en aquellos aspectos que considero fundamentales en la
evolución de dichas políticas y de sus impactos sobre el mismo fenómeno. En
este sentido, las apreciaciones no pueden calificarse como concluyentes por dos
razones: a) lo reciente de los principales acontecimientos y de los cambios en
las políticas impiden realizar evaluaciones de su efectividad y de sus diversos
impactos; y, b) la escasa disponibilidad de trabajos sistemáticos sobre la
evaluación de las políticas, legislaciones y regulaciones administrativas de
los flujos migratorios en la región.
También resulta conveniente acotar que esta presentación contiene un
sesgo intencional. Dado que el autor realiza la mayor parte de su trabajo de
investigación en México, país de tránsito y de destino de las emigraciones que
se originan en los países vecinos de Centroamérica, no puede eludirse que el
mismo se realiza con una cierta óptica “desde el norte”. La observación es
importante, puesto que seguramente su contenido pueda complementarse –más que
contrastarse— con los aportes de aquellos colegas que lo hagan desde otras
perspectivas y otras latitudes.
Puede afirmarse --sin temor a equivocarse-- que los movimientos de
población en la región centroamericana, fueron –por lo menos durante la primera
mitad del presente siglo— básicamente internos. Es decir, que la movilidad de
grupos de población ocurrió principalmente en el interior de los países y, a lo sumo, en algunas regiones fronterizas,
mayoritariamente con carácter temporal. De ahí que la demografía de las
naciones centroamericanas requiriera muy poca atención sobre los
desplazamientos allende sus fronteras (CSUCA, 1978a y 1978b).
Esta situación cambió radicalmente a partir de la segunda mitad del
decenio de los setenta. Aunque los países de la región habían experimentado
desde tiempo atrás una acentuación de las crisis socioeconómicas debidas a factores
de orden estructural, no se detectó un efecto significativo de cambio sobre el
patrón de movilidad internacional de sus poblaciones. La modificación sensible
ocurrió cuando los países comenzaron a escenificar procesos de confrontación
política y enfrentamientos armados en sus territorios. Muchos de los
desplazamientos estuvieron directamente relacionados con los escenarios de
combate y de prácticas represivas, pero también se observaron movimientos
asociados de manera indirecta con el enfrentamiento y más vinculados con un
contexto de crisis generalizada.[1]
Como ya se adelantó, el tema de la migración internacional en
Centroamérica parecía residir básicamente en los movimientos temporales
transfronterizos, que sirvieron de base para la formación y sostenimiento de
mercados laborales regionales, sobre todo agrícolas, con escasa o nula
regulación por parte de los gobiernos. A ello contribuyeron las medidas
gubernamentales acordadas por los países de la región para facilitar el
tránsito de nacionales de sus países.
Los casos que –en cierta forma— rompían con la regla eran los que se
referían a la movilidad a través de las fronteras México-Guatemala y Costa
Rica-Panamá, como también en algún sentido lo era el caso del límite entre
Guatemala y Belice[2], puesto que
en todas ellas significaba rebasar los límites políticos de la región. No
obstante, en dichas fronteras, la permisividad para el paso era bastante laxa
y, por lo tanto, el mismo era más bien regulado por la necesidad laboral (tanto
por la oferta como por la demanda), más que por el control migratorio.
La
emergencia y extensión del conflicto armado en Nicaragua, El Salvador y
Guatemala, a partir de la segunda mitad de los setenta, fue la expresión más
aguda de la crisis social y política que experimentaron aquellos países y que
tuvieron efectos sobre el conjunto de la región e incluso en naciones fuera de
ella. Líneas arriba se anticipó que uno de los efectos de esta situación fue el
efecto sobre la movilidad de la población, tanto en el interior como hacia el
exterior de sus territorios.
Los movimientos de población que impactaron los mapas geográficos,
políticos, sociales y económicos, tuvieron diversos destinos, dependiendo de
las condiciones en que se produjo el éxodo. En algunos casos contribuyeron al
acelerado proceso de urbanización concentrada en pocos o a lo sumo un núcleo
urbano, que ya venía registrando la mayoría de países. Dicha concentración de
la población estuvo alentada sobre todo por la dinámica del Mercado Común
Centroamericano durante su época de auge en los sesenta, pero luego estancado y
francamente fracturado hacia principios de los setenta. En otros casos, hubo
desplazamientos entre ámbitos rurales, probablemente favorecidos por
experiencias previas de migraciones laborales temporales, ahora estimuladas
también por el cambio en los patrones de ocupación adoptados por las empresas
agrícolas, principales empleadoras de aquellas poblaciones.
De ahí que el periodo 1978-1983 constituya el lapso en que ocurrió el
quiebre de las tendencias prevalecientes en materia de movilidad de la
población en Centroamérica. Nicaragüenses, salvadoreños y guatemaltecos, en ese
orden cronológico, pero rápidamente también en forma simultánea, se dirigieron
en primer lugar hacia territorios vecinos dentro de la misma región, pero luego
hacia países más lejanos. Entre estos últimos, México y Estados Unidos fueron
destinos privilegiados por razones tanto geográficas como políticas y
económicas. No se conoce un análisis sistemático y exhaustivo sobre los
determinantes que operaron para incidir en la selección de dichos destinos, más
allá de la obviedad de la cercanía física, aunque en el caso de Estados Unidos
también existe una distancia sociocultural nada despreciable. Sobre el
particular se pueden aventurar algunas hipótesis complementarias:
a)
la política favorable del gobierno
norteamericano para acoger a los nicaragüenses que abandonaban su país como una
forma de desprestigiar al régimen sandinista e incluso de fortalecer la
posición de “la contra” que operaba en su territorio con su apoyo político y
material;
b)
la política relativamente favorable –o al menos
tolerante-- del gobierno mexicano hacia los perseguidos centroamericanos,
aunque con un relativo mayor énfasis en el caso de salvadoreños y
guatemaltecos, dado el papel que desempeñaba la política exterior de México en
el proceso de pacificación en la región, a partir del reconocimiento político
y/o diplomático, explícito o implícito, de las fuerzas beligerantes;
c)
las ventajas comparativas que ofrecían –en
aquella época— las economías y los mercados laborales de Estados Unidos y
México, los cuales generaban expectativas de empleo, salarios e incluso
oportunidades de desarrollo en diversos aspectos como educación, salud y, en
general, de condiciones de vida;
d)
la existencia de algunos vínculos con
familiares y otros compatriotas que habían emigrado en épocas anteriores, en
pequeña escala, pero que constituían un punto de apoyo para lo que
posteriormente fue la base de importantes redes sociales para la migración.
e)
la posibilidad de superar algunos obstáculos en
el trayecto –en primer término-- hacia México por las afinidades culturales e
históricas, pero también hacia Estados Unidos aprovechando las redes tejidas
por la migración histórica de otros latinoamericanos, principalmente los de
origen mexicano, quienes por su volumen e inserción relativamente estable
ofrecían condiciones ventajosas para ese apoyo.
En ese contexto, la emigración provocada directamente por el conflicto
alcanzó su mayor intensidad probablemente durante la primera mitad de los años
ochenta. No se dispone de información que permita precisar esa diferenciación,
por cuanto hubo flujos de diferente naturaleza más o menos vinculados con las
situaciones de enfrentamiento armado o de relación directa con la crisis
política. En Estados Unidos se respondió en muchos casos a las demandas de los
migrantes en forma directa mediante el otorgamiento del asilo/refugio.
Mientras tanto en México, la figura del asilo político fue escasamente
utilizada y reservada para algunos pocos casos que, bajo algunos criterios
políticos, así lo ameritaban.[3]
Sin embargo, la figura jurídica de refugiado no existía en su ordenamiento; de
ahí que aceptó la permanencia de hecho de la población guatemalteca --que se
internó en su territorio entre 1981 y 1983 en busca de protección--, bajo
modalidades ad hoc, aunque en términos coloquiales siempre se les reconoció y
se refirió a ellos como refugiados.[4]
No obstante, esta población coexistió –por decirlo de alguna manera— con
otros flujos migratorios. Así, por ejemplo, persistió y prevalece hasta la
fecha la presencia temporal de campesinos guatemaltecos que año con año
ingresan al territorio chiapaneco del Soconusco para laborar en las
plantaciones de café, caña de azúcar y plátano (banano), principalmente.
Además, se informó de la presencia de grupos importantes de personas que
también se internaron en aquella época en busca de protección, pero que por
diversas razones no se ubicaron en los campamentos atendidos por las
autoridades mexicanas (a través de la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados –
COMAR), ni por la comunidad internacional (encabezada por el Alto Comisionado
de Naciones Unidos para Refugiados – ACNUR); a este contigente se le identificó
como la población de refugiados no
reconocidos (Salvadó, 1988).
Pero esa época fue también escenario de otro punto de inflexión en la
dinámica migratoria. Hasta el decenio de los setenta, las autoridades
migratorias mexicanas informaban de un escaso número de detenciones y
deportaciones de extranjeros no autorizados detectados en su territorio. Las
estadísticas oficiales marcan un cambio significativo a partir de 1980; en ese
año, por primera vez, se rebasó la decena de miles (13,184) de eventos de
expulsión de extranjeros encontrados en situación irregular. Pero también desde
ese año, la tendencia ha sido prácticamente sostenida en materia de aumento de
ese tipo de acciones y en 1990 se superó ---también por primera vez-- la centena
de miles (126,440) de expulsiones. En el transcurso del presente decenio, las
cifras anuales se ha mantenido por encima de ese límite simbólico, con lo que
se evidencia el elevado nivel del movimiento migratorio irregular.
La prevalencia de la intensidad de este flujo migratorio a lo largo del
presente decenio, una vez que se suscribieron todos los acuerdos de paz en la
región y se dio paso a la vigencia de nuevos regímenes políticos, sugiere la
operación de otros factores determinantes de la migración. La relación directa
con el conflicto político y especialmente con la confrontación armada ya no
tienen razón de ser en este nuevo panorama de la emigración. Además, sorprende
la emergencia acelerada de nacionales de Honduras dentro del flujo migratorio indocumentado
a lo largo de los noventa, en cuyo territorio no hubo una situación de
conflicto equivalente a la de sus vecinos. Por el contrario, Honduras fue sitio
de operaciones de las fuerzas que atacaron al régimen sandinista en su vecina
Nicaragua y, mientras aquello ocurrió, no hubo desplazamientos significativos
fuera de sus límites.[5]
Los
estudios sobre la migración de mexicanos hacia Estados Unidos han experimentado
un desarrollo significativo durante los últimos veinticinco años. Ese impulso
ha arrojado resultados positivos en diversos aspectos relacionados con el
fenómeno migratorio. Así, se ha tratado de responder las principales
interrogantes acerca de dicho proceso, sobre todo alentado por la necesidad de
sustentar criterios de política apropiada, por parte tanto del país de origen
como por el de destino. Las investigaciones realizadas han contribuido con
aportes tanto en aspectos teóricos como metodológicos, pero sobre todo en la
caracterización de las distintas facetas de la migración.
Así, se ha avanzado principalmente en: a) la distinción de los diversos
flujos, desde su caracterización más general entre temporales, permanentes y de
retorno, así como en condiciones intermedias; b) la determinación de los
volúmenes, durante mucho tiempo un tema sensible por sus implicaciones sobre el
diálogo binacional y las políticas respectivas; c) las características o
perfiles de los migrantes; d) la condición migratoria (documentados, indocumentados,
admitidos, regularizados, en proceso de regularización, etc.); e) la condición
de ocupación y la inserción sectorial de los migrantes; f) las causas y los
determinantes de la migración; g) los efectos –demográficos, económicos,
políticos, sociales, culturales-- de la migración en ambos países; h) las
violaciones a los derechos humanos de los migrantes; i) las respuestas ante la
migración (Estudio Binacional, 1997).
Por contraste, la emigración internacional de centroamericanos
–mayoritariamente hacia Estados Unidos— es un fenómeno poco conocido en todos
esos aspectos, principalmente por lo reciente y lo acelerado de su dinámica.
Sabemos muy poco de sus características, a no ser por algunos rasgos muy
generales, lo cual ha permitido la proliferación de mitos y creencias, la
mayoría de ellos sin ningún sustento empírico. Lo más grave de esta situación
es que la divulgación amplia de dichas afirmaciones, especialmente a través de
los medios de comunicación, han penetrado diversos sectores sociales. Incluso,
las mismas no sólo han servido de base para la adopción de actitudes y
posiciones frente al fenómeno, sino que aún más, han sido el caldo de cultivo
para la formulación de políticas, muchas veces francamente represivas y
atentatorias de derechos fundamentales y transgresoras de principios
constitucionales o reconocidos en convenciones internacionales.
Poco sabemos del perfil de los emigrantes centroamericanos,
principalmente porque no se dispone de fuentes confiables y comprensivas de esa
población, debido a su mayoritaria naturaleza indocumentada. Desconocemos sus
principales características sociodemográficas, las cuales –por lo dinámico del
proceso— seguramente experimentan cambios frecuentes en el tiempo. Por esa
razón, existen diversas referencias a los rasgos de los migrantes, pero la
mayoría están construidas con base en observaciones parciales, en cortes
temporales y territorialmente localizados del flujo.[6]
De ahí que no pueda atribuirse a esas fuentes ningún carácter de
representatividad (estadística) del universo de migrantes.[7]
Un
rasgo común a la mayoría de los países emisores de flujos migratorios
indocumentados es su escaso interés y acción sobre las causas del desplazamiento
de sus poblaciones. Por el contrario, ya se ha mencionado muchas veces que la
migración funciona como un mecanismo de “válvula de escape” ante la incapacidad
de generar mecanismos de arraigo, como la generación de empleo suficiente,
satisfactores sociales (salud y educación, principalmente) y, en general,
respuestas ante todo tipo de demandas de los diversos estratos. De esa manera,
el alejamiento de sus poblaciones contribuye a disminuir las presiones sociales
en un primer momento y más adelante incluso a inyectar recursos a través de los
flujos de remesas.
Este último elemento ha pasado a estimular alguna posición más explícita
respecto del fenómeno migratorio, sobre todo ante la amenaza del retorno
forzado de sus emigrantes. Los avisos sobre la inminente suspensión de los
permisos temporales otorgados para algunos inmigrantes en Estados Unidos y las
cada vez más vigorosas políticas de detención y deportación de nacionales
centroamericanos han propiciado reacciones por parte de los gobiernos de los
países de origen, quienes temen: a) perder los recursos provenientes de los
ahorros y excedentes de los emigrantes; y, b) enfrentar una demanda súbita de
empleo y satisfactores que se suma a las incapacidades estructurales no
resueltas.
La otra vertiente crecientemente
adoptada por los países de origen, alimentada sobre todo por diversos sectores
de la sociedad civil, es la necesaria defensa de los derechos humanos de los
migrantes. Los abusos y atropellos a que se ven expuestos por parte de
funcionarios y delincuentes comunes, desde el mismo inicio del trayecto hasta
el lugar de destino, considerando también y por supuesto los sitios de
tránsito, son cada vez más frecuentes y más condenables por su gravedad. La
condición de vulnerabilidad los hace presa fácil de un espectro muy amplio de
agentes que se aprovechan de su situación, de sus necesidades y de su
desconocimiento de los ámbitos por los que transitan y se insertan (ver, entre
otros, CNDH, 1995; Pastoral de Movilidad Humana/Misioneros de San Carlos, s/f).
Por su parte, los gobiernos de los países de destino y de tránsito han
endurecido sus políticas de admisión y regulación de los flujos migratorios. El
proceso se inicia desde el mismo intento de obtención de una visa, cuyo
incremento progresivo de los requisitos para ser considerado ha devenido en una
búsqueda de mecanismos alternativos para superar los obstáculos así
interpuestos. Una consecuencia inmediata de ello ha sido el encarecimiento de
los costos de la migración, puesto que ha propiciado el surgimiento de una
serie de servicios irregulares para lograr el propósito: falsificación de
documentos, transportación clandestina, apoyos para la evasión de retenes,
colusión con y extorsión por parte de agentes de autoridad, entre otros.
La otra vertiente de política no explícita que permea y sustenta los
fundamentos de regulación y control de la inmigración es la tendencia a la
criminalización del proceso. De manera creciente, se ha asociado a la población
migrante con actores y prácticas irregulares, no sólo desde el punto de vista
criminal, sino también moral. Esta situación ha permeado diversos sectores y
expresiones de la sociedad, apoyada en el manejo tendencioso del tema por parte
de diversos medios de comunicación masiva. Ello se ha hecho evidente incluso en
el lenguaje y terminología empleados para referirse a los migrantes, como parte
de un complejo que incluye el narcotráfico, la prostitución, el contrabando de
mercancías y de armas, entre otros procesos moral y penalmente sancionados.
Todo ello ha permitido sustentar la puesta en práctica de operativos y
la adopción de medidas regulatorias cada vez más restrictivas del libre
tránsito, pero a la vez han alimentado posturas xenófobas, discriminatorias y
racistas dentro de las respectivas sociedades. En un caso más reciente, también
se ha cuestionado la pertinencia de modificar acuerdos internacionales de
cumplimiento recíproco, como fue el caso de las restricciones adoptadas a fines
del año 1998 por el gobierno guatemalteco ante los términos establecidos del
llamado CA-4 para elingreso y tránsito de nacionales centroamericanos en su
territorio.[8] La
progresiva “coincidencia” de las políticas de los países de tránsito con las
demandas de los países de destino probable constituye una tendencia preocupante,
pues pone en cuestión la coherencia entre las políticas hacia la inmigración
frente a las orientadas hacia la situación de sus emigrantes.
Los
movimientos migratorios –especialmente los de carácter indocumentado que se
dirigen hacia el norte-- originarios de los países centroamericanos muestran
una tendencia persistente, cuya intensidad mayor parece haberse alcanzado a lo
largo del presente decenio. Dado que a inicios de este periodo se dio paso a
los procesos de pacificación y estabilización de los regímenes políticos, es
posible pensar que las principales causas y determinantes de dichos
desplazamientos residen en un complejo de factores más vinculados a situaciones
sociales de orden estructural.
El reciente incremento observado –difícil de cuantificar— en los flujos
migratorios, sobre todo como consecuencia de los llamados “desastres
naturales”, evidencian la sensibilidad del flujo migratorio para actuar como un
recurso de sobrevivencia para los sectores afectados. La existencia de redes
sociales conformadas, sobre todo a lo largo del proceso de emigración creciente
ocurrido durante los dos decenios más recientes, constituye un factor positivo
para alentar la migración y las posibilidades de éxito de los aspirantes a
llegar a algún destino en el norte.
Las políticas adoptadas por los países de origen constituyen más bien
respuestas reactivas al fenómeno y, en muchos casos, limitadas y vulnerables
ante la fuerza de las posiciones de los países de destino y de tránsito. La
inconsistencia de principios entre las políticas hacia la emigración y la
inmigración puede ser un tema de conflicto, sobre todo en los países de
tránsito, en los cuales las sociedades civiles han comenzado a mostrar su preocupación
e insatisfacción ante la adopción de dobles estándares. Tampoco hay políticas
vigorosas y congruentes para canalizar y fomentar el uso productivo de los
recursos provenientes de la emigración (remesas en dinero, principalmente) para
formar parte de una política sólida en
materia de migración y desarrollo (Cf. Lungo, 1997).
Las políticas de contención y represión adoptadas por los países de
destino han mostrado su insuficiencia ante la fuerza de las causas que originan
la emigración. En todo caso, muchas de esas medidas han tenido como resultado
una complejización y encarecimiento del costo de la migración, lo cual tiene
–entre otros resultados— un efecto de selectividad sobre los potenciales
emigrantes. Por otra parte, también ha incidido en un aumento y acentuación de
los riesgos que corren los migrantes, incrementando la indefensión y
vulnerabilidad de sus personas, así como de los escasos bienes en los que se
apoyan para realizar los trayectos.
Esta somera revisión de tendencias y políticas sugiere que el desafío
para la investigación del fenómeno de las migraciones internacionales
centroamericanas es sumamente amplio. El reto se inicia desde la misma
necesidad de generar fuentes de información confiable, así como el desarrollo
de metodologías imaginativas que ayuden a superar –en algún grado— las
dificultades que impone la naturaleza predominante de los movimientos
indocumentados, por lo tanto ausentes en los registros oficiales. Estas
primeras prioridades apenas ayudarían a sentar las bases para el análisis de
situaciones que afligen y afectan de
manera creciente a los migrantes. Además, permitirían alimentar la adopción de
políticas basadas en principios humanitarios y congruentes con criterios de
otras políticas que le impriman un carácter integral.
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RICA/NACIONES UNIDAS (UNIPAZ/UCR/NU). Los refugiados centroamericanos, 1a.
ed., Heredia, Costa Rica, 1987, 259 págs.
· Presentado en el Taller Centroamérica 2020, San Salvador, El Salvador, 5-6 de julio de 1999.
·· Profesor-Investigador del Centro de Estudios Demográficos y de Desarrollo Urbano, El Colegio de México.
[1] Existe abundante bibliografía sobre el tema. En términos de trabajos regionales, pueden consultarse, entre otros, ARMIF et al., 1994; IIDH, 1992; UNIPAZ/UCR/UN, 1987, aunque también existen numerosos estudios por país.
[2] Motivo en cierto sentido por las peculiares situaciones conflictivas entre el gobierno guatemalteco y el Reino Unido, debido al diferendo existente respecto a los reclamos del primero sobre el territorio –hasta aquel entonces— beliceño. La independencia del ahora país dio paso a un nuevo esquema de relaciones que también ha tenido su correlato en la dinámica demográfica y específicamente también en los movimientos migratorios hacia y desde la joven nación.
[3] En cierta forma, el escaso recurso al otorgamiento del asilo político fue una paradoja, ya que en el pasado el gobierno mexicano utilizó ampliamente esa posibilidad basado en las convenciones regionales sobre asilo territorial y diplomático de las cuales es suscriptor. Sin embargo, en esta oportunidad parece haber iniciado un giro en su política y se privilegió el otorgamiento de otras modalidades de estancia, las cuales –puede hipotetizarse— podrían haber entrañado una serie de conveniencias tanto para el gobierno mexicano como para los propios inmigrantes.
[4] De hecho, hasta la fecha, el gobierno de México no ha suscrito la Convención ni el Protocolo de Naciones Unidas sobre el estatuto de refugiado; sólo en 1990 incorporó en su Ley General de Población la calidad migratoria de refugiado con base en los términos adoptados en la Declaración de Cartagena, por lo que no se les documentó como tales.
[5] La proporción de nacionales de Honduras en las estadísticas de expulsiones realizadas por las autoridades migratorias mexicanas se había mantenido en un discreto tercer o cuarto lugar hasta 1991. A partir de 1992 experimentaron un primer repunte, cuando casi se equipararon a la de salvadoreños, quienes sistemáticamente habían ocupado el segundo sitio. En 1994 esa situación se modificó y desde entonces, las expulsiones de hondureños han desplazado a los salvadoreños y ocupan el segundo lugar después de las de guatemaltecos. El predominio de los nacionales de Guatemala en estas estadísticas es un tema que merece una discusión aparte, pero en principio se puede plantear la hipótesis de que probablemente exista una declaración falsa de la nacionalidad, para lograr los beneficios de la vecindad inmediata.
[6] Varios investigadores han realizado trabajos de este corte en comunidades de Guatemala, como es el caso de Nestor Rodriguez, Cecilia Menjivar, Erik Popkin, entre otros. Vale la pena citar el trabajo de Palma (1998), por su análisis en profundidad de una comunidad en el occidente de aquel país, en el que además de analizar el contexto en el que se produce la emigración, se examinan las causas y los diversos impactos sociales del proceso. En el caso de El Salvador destacan los trabajos de Lungo, Eekhoff y Baires (ver, entre otros, 1998).
[7] Nosotros mismos hemos participado en algunos intentos de caracterización del flujo indocumentado a partir de algunas fuentes que reconocemos y advertimos como parciales. Cito algunas de ellas: a) una revisión de las características consignadas en las actas de aseguramiento y expulsión realizadas durante 1983 y 1984 por autoridades migratorias mexicanas; b) un análisis de entrevistas realizadas a 214 migrantes en La Casa del Migrante y otros sitios en Tecún Umán, San Marcos, en el periodo diciembre 1995-mayo 1996; c) un análisis de 214 entrevistas realizadas durante el periodo julio-septiembre de 1998 en La Casa del Migrante en Tecún Umán, San Marcos (Castillo y Palma, 1998).
[8] Estas medidas unilaterales se adoptaron “curiosamente” unas semanas después de los desastres provocados por el Huracán Mitch, los cuales afectaron principalmente a los vecinos países de Honduras y Nicaragua, y en menor escala a El Salvador y al propio territorio guatemalteco. Como se pronosticó, en ese lapso se empezó a resentir el incremento de los flujos migratorios hacia el norte, como consecuencia inevitable del fenómeno.